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El Legado de Osiris. ¡Ya a la venta!

sábado, 13 de junio de 2009

Video de la novela El Legado de Osiris

Aquí lo tenéis, el video de la novela El Legado de Osiris, publicada por La Esfera de los Libros.

Mayo 2009.

Visitar su página para más información.

http://www.esferalibros.com





jueves, 11 de junio de 2009

Primeras páginas del El Legado de Osiris

PrólogoEgipto. Hace 12.000 añosEn una época muy antigua, un tiempo donde los dioses y los hombres moraban en paz, sucedieron hechos maravillosos y terribles que se convertirían en leyendas. En un periodo primigenio, olvidado por las generaciones posteriores, existió un rey, un hombre perteneciente a una dinastía de semidioses, predestinado a ser el origen de todo y, al mismo tiempo, el final de la vida. El faraón Osiris. —Nuestro hijo progenitor es bueno y fuerte —indicó Sibú con voz atronadora, demostrando el orgullo que profesaba por su descendiente. Nut asintió, al tiempo que observaba a Unnefer en la lejanía. El hijo de ambos trabajaba el campo, cerca de la orilla del río Nilo, en las fértiles tierras de Khem. Desde la vista panorámica que les ofrecía un balcón de su palacio, prestaban atención al trabajo de sus súbditos, cerciorándose de que aquel pueblo de salvajes, antiguos caníbales en una época temprana y sombría, obedeciera a un joven alto, hermoso y de piel oscura. Y lo obedecían no por su dureza, ni por su tiranía, sino por la sabiduría que manifestaba en cada una de sus enseñanzas. Ya a temprana edad, su abuelo Ra lo había hecho llamar a la corte imperial con el fin de educarlo para ser el heredero al trono. A pesar de las reticencias del gran rey, Ra sabía que Unnefer estaba predestinado a ser el más distinguido soberano que había conocido Khem. —Será un buen rey, un buen marido y un maravilloso padre. Ha elegido a su hermana Aset para desposarla, aunque eso ha despertado los celos de Nebet-Het que también lo ama en secreto —respondió Nut con un gesto bondadoso, aunque torciéndolo al recordar el dolor de su otra hija. Según la tradición de la estirpe real en Khem, los miembros de la familia real debían contraer matrimonio entre ellos para prolongar su sangre pura. La ley que los dioses habían legado a los sacerdotes así lo estipulaba. Sibú soltó una sonora carcajada, acariciándose la barba real, gruesa, cilíndrica y recta, mientras se bañaba en los rayos solares del gran Dios que los bendecía con su energía de vida. Sibú, un hombre de apariencia impresionante gracias a su altura y su corpulencia, se sentía satisfecho de su retoño, sentimiento que no profesaba por su otro hijo, Seth. Su rostro se tornó serio con el recuerdo de su segundo hijo varón. —Querida... a veces me pregunto por qué Seth no es como él. ¿Qué hicimos para que cayera tal maldición sobre nuestra familia? —le preguntó pensativo. Sin embargo, Sibú sabía muy bien la respuesta. Nut contempló por unos segundos a su esposo y se aferró a su cintura. —Nuestro matrimonio no fue bendecido por los dioses... ya lo sabes. Es la venganza de Ra, amado esposo. Seth es... es doloroso para una madre admitirlo, pero es un ser malvado. Durante el embarazo sentí en mi vientre su malicia. Estoy convencida de que siente celos por su hermano, un odio profundo por los elogios que recibe Unnefer —confesó evidenciando un gran pesar. Se detuvo y exhaló un suspiro de angustia—. A veces tengo miedo de que ese odio se convierta en una maldición terrible que destruya nuestra familia. Sibú guardó silencio, mirando el horizonte, observando la gran extensión de su reinado.Mientras tanto, en las cercanías del gran río, Unnefer supervisaba de forma meticulosa el trabajo de los súbditos. De considerable estatura, superando ampliamente a la mayoría de los ciudadanos, llevaba sujeto a una cintura estrecha un faldellín que le llegaba hasta la altura de las rodillas. Su torso desnudo dejaba ver unos grandes pectorales y un cuerpo musculoso desprovisto de vello. El joven se limpió el sudor con el dorso de la mano e inspeccionó las fértiles tierras de su padre. Se acarició la perilla y asintió complacido. Sin la menor duda, podía darse por satisfecho con la labor efectuada por sus futuros súbditos. Sonrió, experimentando una sensación de plenitud personal. Les había enseñado a trabajar la tierra, a plantar trigo, a cuidarlo para después recogerlo y, por lo que su vista lograba divisar, éstos lo habían obedecido con ahínco. Además de mostrarles el modo de cultivar la tierra, había dispuesto a un grupo de trabajadores para que proveyeran de bebida a los sedientos y a otro grupo de hombres para que dieran de comer a los hambrientos. Un hombre desarrollaba el doble de tarea si no sufría la falta de alimento y de agua. Sus conocimientos y sabias directrices le habían otorgado respeto entre sus siervos. Su sabiduría, su amor y su inteligencia eran ensalzadas por el pueblo. Todos reconocían que iba ser un gran rey. Los ojos del joven Unnefer, grandes y expresivos, observaban con detenimiento el trabajo en las tierras de su padre, abstraído de cualquier otro detalle. De pronto, sus ojos se iluminaron, experimentando un sentimiento de felicidad y excitación por todo el cuerpo, al divisar a lo lejos la figura de su amada Aset, la más hermosa entre todas las mujeres. Como de costumbre, la princesa regresaba de su visita al templo, donde adquiría conocimientos antiguos. El joven príncipe se permitió unos segundos para admirar a su prometida. La joven lucía un vestido de lino transparente y ajustado al cuerpo que le llegaba hasta la altura de los tobillos, resaltando su esbelta figura y sus caderas algo pronunciadas. Su melena oscura le caía por debajo de los hombros, donde se dibujaba la silueta de unos pechos firmes y pequeños. Cuando llegó a su altura, Aset no pudo reprimirse y, abrazándole con fuerza, rozó su nariz con la del joven tratando de aspirar su esencia. Unnefer la rodeó con sus poderosos brazos, sintiendo una embriagadora felicidad. Desde la terraza del palacio, Sibú y Nut sonrieron al contemplar la escena de amor entre los dos jóvenes. —Deseaba verte —indicó Unnefer, tímido, con la voz entrecortada, pero feliz y satisfecho de volverla a ver. —Y yo, mi señor. Te amo tanto... —respondió Aset asida al cuello del joven. Unnefer enarcó las cejas, gesticulando una mueca de extrañeza ante aquella muestra de afecto tan desmesurado. —¿Ocurre algo? Mañana se celebra nuestra boda —indicó sorprendido. Tras separarse un poco de ella, tomó las manos de su hermana entre las suyas y la miró a los ojos. Los encontró bellos y emocionados. La joven, sin apartar la mirada, realizó un leve gesto de asentimiento—. Has ido al templo, ¿verdad? ¿Qué te han profetizado los sacerdotes? ¿Seremos felices? —Sí... seremos muy felices, mi señor —respondió la muchacha de piel oscura agitando la cabeza—.Viviremos dichosos durante el tiempo que se prolonguen ligadas nuestras vidas. —¿Tendremos hijos...? ¿Muchos? —Me hablaron de un hijo. —Aset esbozó una sonrisa lánguida —. Un futuro faraón que será sabio y fuerte como su padre y que gobernará Khem, trayendo la paz a tu pueblo. Tú, mi amado señor, serás recordado con el paso de los milenios. Unnefer la abrazó y dejó escapar un suspiro de alivio. Por un momento, la mirada de su prometida lo había llegado a inquietar. —Son buenos augurios, ¿no? —preguntó vacilante. La joven guardó silencio e inclinó el rostro. Unnefer se separó de ella unos pasos y reparó en el extraño nerviosismo que manifestaba. Aset se abrazó de nuevo a su amado. Su rostro revelaba una tristeza aguda, un mal presagio que ahogaba su alegría y que había considerado conveniente no revelarle. —Sí, cariño... son buenas noticias —dijo escueta, reacia a dar más explicaciones. Tras la boda, Unnefer y Aset gobernaron la tierra de Khem durante años. Fue un tiempo de paz y prosperidad para su pueblo. El faraón les enseñó a trabajar el campo, a cuidar del ganado, a plantar vides, obtener vino y hacer cerveza. Les suministró leyes y les mostró la manera de adorar a los dioses. Construyó templos, ciudades y monumentos. Además, siguiendo el consejo de su esposa, ordenó levantar una gran pirámide, la más grande que se había conocido nunca en la región de Rosetau, la meseta de Gizeh. Ésta sería reservada para convertirse en la última morada del faraón, cuando éste abandonara el mundo de los vivos. No obstante, su esposa tenía otro motivo oculto para aquella colosal estructura, aunque nunca se lo reveló a su amado. Por su parte, Aset también bendijo a su pueblo. Les enseñó a vivir en familia y el arte de tejer. Decidió ayudar a sus súbditos y, gracias a sus conocimientos en la magia divina, el Heka, sanó y curó a los enfermos. Cuando Unnefer consiguió unificar las dos partes de la tierra de Khem, decidió que había llegado el momento de enseñar a otros pueblos sus enseñanzas, dejando el reinado en manos de su esposa. Al regresar de su periplo por el mundo, se celebró una gran fiesta en su honor donde el vino corrió como lo hacían las aguas del gran Nilo, y la felicidad llenó el corazón de los presentes por el regreso del gran rey. Aprovechando que Unnefer estaba borracho, Nebet-Het se acostó con él, quedando en cinta. Seth y Nebet-Het habían contraído matrimonio más por simple compromiso que por amor, pero Seth era estéril, y ella seguía amando a Unnefer en secreto. Al enterarse de la traición, Aset perdonó a su marido y a su hermana, pero sus poderes le hacían temer algo terrible. —Unnefer... —se presentó Aset. Su marido leía con interés un papiro recostado sobre una cómoda butaca en una de las terrazas del palacio. —Aset, amor. Dime. —¿Se celebra esta noche el banquete con que Seth te ha obsequiado por tu regreso? —preguntó con la voz temblorosa y el ceño fruncido. Unnefer asintió. Aset guardó silencio por unos segundos, pensativa. El faraón estudió el rostro de su mujer, extrañado, pero al no percibir respuesta prosiguió con su lectura—. ¡No debes acudir! Prométeme por Ra que no irás a esa fiesta. —Mujer, tienes otro de tus malos presagios, ¿verdad? —Unnefer observó a su esposa con el semblante inquieto. —Seth es maligno, envidioso, codicia tu poder y tu sabiduría. —Aset se acercó a él nerviosa, hasta arrodillarse y agarrarse fuertemente a sus piernas—. Durante tu ausencia ha confabulado contra ti, te odia y quiere verte muerto.—Conozco a mi hermano, Aset. —El faraón dibujó en sus labios una sonrisa tranquilizadora mientras acariciaba con ternura el oscuro cabello de su esposa—. Seth no me profesa un gran amor, pero sería incapaz de dañarme —dijo intentando calmar a su cónyuge. —Nebet-Het va a tener un hijo tuyo. Unnefer sintió un dedo de fuego en el estómago. Arrugó la frente, perdiendo la mirada en el paisaje que se divisaba desde una ventana del palacio. Aquel hecho vergonzoso lo atormentaba. —Aset... yo... lo siento. Debes comprender. Aset percibió que las palabras de su esposo eran sinceras. Cabizbajo, le tomó la mano y la acarició suavemente. Ella alzó la mirada y vio cómo la expresión de su marido reflejaba la vergüenza que le producía aquella situación. La joven asintió, acariciándole el cabello. —Unnefer, sé que la tomaste engañado y que habías bebido demasiado. Nebet-Het me habló. Entiendo a mi hermana, te ama, pero el destino le ha reservado un matrimonio que no desea. Me pidió perdón y he perdonado a mi querida hermana, pero Seth no olvidará tan fácilmente. Nebet-Het me ha rogado que cuide de su hijo cuando nazca, tiene miedo de que nuestro hermano acabe con su vida. Unnefer realizó una rápida inclinación de cabeza, hundiéndose en su asiento. Exhaló un suspiro de resignación. —Me hubiera gustado tanto que hubiera sido contigo... Lo que más deseo es tener un hijo de ambos. Aset sonrió y de sus ojos negros como la noche resbalaron dos lágrimas de felicidad que se deslizaron sobre su piel oscura. —Estoy embarazada. El faraón se irguió y abrazó con fuerza a su esposa. Su felicidad era absoluta. Por fin Khem tendría un heredero al trono, un nuevo rey que proseguiría con la estirpe real. —Te lo ruego, no vayas —le imploró con mayor desesperación. Unnefer le aseguró que no acudiría al banquete. No obstante y como medida de precaución, Aset le solicitó que leyera una fórmula que, según ella, le daría buena suerte. Unnefer accedió, aunque el sabio faraón nunca sabría qué clase de fórmula había recitado y con qué consecuencias. De todos modos y a pesar de los esfuerzos de Aset por impedir la presencia de su marido en la fiesta, Unnefer hizo caso omiso a las advertencias de su esposa y asistió al banquete que su hermano menor había preparado para celebrar su regreso. Cuando entró en el palacio, Seth lo esperaba. Su hermano no era como él, ni tan siquiera en el color de su piel. Su tez blanca y su cabello rojizo contrastaban con la piel oscura del faraón. Los ojos del más pequeño de los cuatro hermanos eran vivos y escondían, sin demasiadas diplomacias, ambición y ansias de poder. No obstante, aquella noche lo miró sonriente y Unnefer, pese a recordar las palabras de su esposa, no vio en ellos ni un ápice de sospecha. Seth y Unnefer se frotaron la nariz como saludo. —Hermano —dijo agarrándole de los hombros—, rey de reyes, me honras con tu presencia. Pasa y disfruta del banquete que he preparado en tu honor —le invitó extendiendo la mano para que accediera al comedor principal. Unnefer asintió, complacido. Más de cien personas disfrutaron de la fiesta, entre ellos oficiales y la reina de la tierra de Kush —Etiopía—. Todos agasajaron al joven rey, rindiéndole alabanzas y adulaciones. El faraón estaba más que satisfecho por aquella fiesta en su honor. Sin embargo, en eso consistía la trampa que había urdido Seth para engañar a su odiado hermano. Entre los invitados, setenta y dos conspiradores deseaban asesinar al faraón con la bendición de Seth y la reina de Kush. En un momento del banquete, cuatro sirvientes irrumpieron en el salón, transportando un sarcófago que depositaron en medio de los invitados. Era majestuoso. De madera de cedro proveniente del Líbano, estaba recubierto de oro y adornado con bellos grabados de diferentes colores. Sin duda, un ataúd digno de un rey. Seth se levantó de su asiento, presidiendo la mesa a la izquierda de su hermano, y con un ademán de la mano pidió a los comensales que guardaran silencio. Todos obedecieron al instante. —Daré este magnífico sarcófago a aquel hombre que encaje perfectamente en él —dijo con la mirada de una serpiente antes de atacar. Todos los asistentes probaron si sus medidas se adaptaban a aquella belleza artística que los acompañaría en su último viaje hasta el otro mundo. Nadie de los presentes se acopló correctamente. Por último, le llegó el turno a Unnefer, y, en efecto, el sarcófago encajaba perfectamente en su cuerpo. Todavía sentado en el féretro, sonrió victorioso y miró a su hermano con el brazo alzado. —Será mío. Un murmullo se adueñó de la sala, acompañado de risas y tímidos aplausos. Seth se aproximó y se sentó en el borde del sarcófago. Su sonrisa virulenta comenzó a producir cierto temor en el corazón del faraón, pero esa percepción había llegado demasiado tarde. De súbito, recordó las advertencias de su esposa y comenzó a atar cabos. Seth había pedido hacer el sarcófago a la medida de su hermano. —Claro, hermanito. Será tuyo —respondió con un tono irónico que provocó que el faraón se estremeciera. Unnefer tragó saliva al reparar en la extraña mirada de su hermano pequeño. Sin embargo, no disfrutó de más tiempo. De pronto, Seth sacó una daga y la hundió en el pecho de su hermano. —De hecho, será tuyo para toda la eternidad. Unnefer se agarró con fuerza a los hombros de Seth, pero éste logró apartarse, dejando el puñal hundido en el cuerpo de su hermano. Un grupo de invitados se aproximó al sarcófago del moribundo faraón y lo hirieron con sus espadas y sus cuchillos hasta darle muerte. Tras cometer el asesinato, cerraron el sarcófago y lo llevaron hasta la orilla del Nilo, donde lo lanzaron a las aguas. Cuando fueron a informar a Aset de la traición, ella ya no estaba. Escondida en la orilla del río, entre los juncos y la oscuridad de la noche, esperó pacientemente a que todos partieran para recuperar el sarcófago con la ayuda de Nebet-Het. Entre las dos, y con el apoyo de un grupo de leales al difunto faraón, lograron esconder el féretro en la Gran Pirámide que Aset había construido para su marido en la meseta de Gizeh. Aset viajó hasta la ciudad sagrada de Hermópolis y se presentó ante Dyehuty, el sacerdote más sabio y poderoso que conocía la tierra de Khem. Cuando entró en la sala del templo, halló a Dyehuty escribiendo sobre un papiro a la luz de una lámpara de aceite. La mujer se arrodilló en el centro de la sala. El escriba levantó la vista y observó con el rostro serio a su reina. Tras eso, suspiró con pesar y volvió su mirada al papiro. El sacerdote sabía bien lo que Aset le iba a solicitar. —Señor, gran sabio que conoce la sabiduría de los dioses, te ruego ayuda —suplicó con sus brazos extendidos en forma de plegaria. —Sé lo que has venido a buscar —respondió con una voz pausada y profunda. Sin levantar la mirada, le advirtió—: Es muy peligroso y no quiero ofender de nuevo a los dioses, ni a tu abuelo Ra. —Señor, te lo ruego. —Aset lo miró con los ojos cubiertos de lágrimas—. Mi marido ha sido asesinado y los dioses deben comprender. Tengo el poder necesario, conozco los secretos de la magia Heka, pero necesito el sortilegio que únicamente tú posees para devolver la vida a Unnefer. Dyehuty dejó de escribir. Inspiró una bocanada de aire mientras se levantaba de su asiento. Con las manos entrecruzadas por detrás de su espalda, paseó pensativo por la sala. Una túnica blanca ra la única vestimenta del sabio escriba. Además de su manto de lino, llevaba en cada uno de sus brazos un brazalete de oro con los símbolos del Ibis y del beduino. Aparentaba ser un hombre de avanzada edad, aunque ni Aset ni ningún otro ciudadano tenía la certeza de la edad real del anciano sabio. La joven reina estudió el rostro de concentración del viejo, deambulando pensativo por la gran sala, mientras su cabeza rasurada brillaba gracias al destello de la llama parpadeante de la mecha impregnada en sal común y de las diferentes antorchas colgadas en las columnas que circundaban la estancia. Sus conocimientos escapaban a la comprensión de la reina, y los otros sacerdotes admitían que los dioses habían honrado a aquel viejo con su sabiduría; una sabiduría que, según malas lenguas, estaba recopilando en una serie de papiros que únicamente él sabía de su existencia y de su ubicación. Según contaba su leyenda, un día en el pasado de Khem simplemente apareció, trayendo consigo los conocimientos con que los antiguos ancestros lo habían bendecido. Aset sabía que aquellos poderosos seres eran en realidad los dioses que en el pasado descendieron del cielo para habitar la Tierra. —Conozco tu poder y la forma en que lo conseguiste —dijo al fin Dyehuty—. El nombre secreto de Ra te obsequió con esa cualidad, pero... aunque accediera a ayudarte, no recuperarías al hombre. Unnefer no volverá a ser el mismo nunca más —advirtió con un extraño tono en su voz, dando la impresión de que el anciano sacerdote sopesaba todas y cada una de sus palabras. El escriba se detuvo delante de ella y la miró detenidamente—. Estás embarazada, ¿verdad? —Aset asintió, sorprendida. Nadie, excepto Unnefer, conocía su estado de buena esperanza—. Tu hijo tendrá la fuerza y la sabiduría de su padre. Será llamado Hor y, a través de él, nuestra tierra negra será recordada en futuros milenios. Aset vaciló ante las palabras del sabio. Frunció el ceño y, tras limpiarse las lágrimas, se alzó. Inclinó la cabeza para realizar una humilde reverencia y se dispuso a partir. A pesar de saber que aquel hombre conocía la fórmula para resucitar a su esposo, comprendía que su próxima maternidad daba a Khem un heredero al trono y que el escriba no se enfrentaría de nuevo a los dioses para complacer sus plegarias. —Detente, mujer. Te ayudaré —dijo Dyehuty con voz cansada. Aset regresó sobre sus pasos con una expresión de gratitud grabada en el semblante. Dyehuty suspiró y prosiguió hablando—. Seth es un ser maligno y merece el castigo eterno. Simplemente he querido advertirte de las consecuencias de la empresa que pretendes llevar a cabo. Te enseñaré el sortilegio para que puedas devolver la vida a tu marido, pero te pediré una única cosa a cambio: deberás esconder el pergamino que te entregaré para que nunca nadie pueda utilizarlo. La vida y la muerte son dos factores fundamentales en el ciclo perfecto de la existencia del hombre y ni tan siquiera nosotros podemos alterarlo. —Entonces... —Aset parecía extrañada—. ¿Por qué me ayudas? El sacerdote exhaló un suspiro profundo de resignación, acariciándose la barbilla. Ya no había motivos para ocultarle por más tiempo a su reina el destino de su esposo. —Unnefer debe desempeñar una función primordial en el ciclo de la vida. Es su destino. Nada ocurre por casualidad, y está escrito desde el comienzo de los tiempos. Así fue como Aset, con la ayuda de una porción del libro sagrado de Dyehuty, recitó la fórmula mágica con la que los creadores del hombre bendijeron al sabio anciano, devolviendo la vida a Unnefer a través del poder de la palabra, el Heka. Cuando Unnefer abrió los ojos, se halló tumbado en un altar de piedra, en las profundidades de la gran pirámide. Al incorporarse, descubrió, todavía aturdido, cómo su cuerpo estaba vendado y su cara impregnada de una extraña pasta verdosa. Desconcertado ante el escenario que lo rodeaba, recordó a su hermano apuñalándolo vilmente. Apretó los dientes, sintiendo cómo la ira crecía en su interior. Con todo, fue un sentimiento efímero que instantes después desapareció de su pensamiento. Su prioridad era saber dónde estaba y averiguar si aquel lugar era la otra vida. Entonces, los vio. A unos metros de su posición, vislumbró a tres figuras inmóviles que lo observaban: Aset, Nebet-Het y Dyehuty. Tras la resurrección de Unnefer, el matrimonio abandonó la tierra de Khem. Vivieron el resto de su vida como pastores en un lejano territorio. Felices y dichosos, vieron crecer a su hijo varón, ocupándose de su educación. Unnefer le enseñó la sabiduría que atesoraba. Pasaron bastantes años en el anonimato, lejos de su tierra. A menudo llegaban a sus oídos noticias de su país, describiendo cómo sufrían sus habitantes bajo el malvado reinado de Seth. Los padres de Hor le revelaron a su debido tiempo que llegaría un día en que debería enfrentarse a su tío y recuperar lo que por derecho le pertenecía. Inpu, el hijo ilegítimo de Unnefer con Nebet-Het, vivió con ellos y Aset lo crió como si fuera suyo. Inpu, al igual que su hermanastro Hor, se benefició de la sabiduría de su padre. Una noche, Aset notó a su marido más pensativo que de costumbre. Se hallaba en el patio interior de la casa, sentado, observando absorto el cielo. —Esposo... Unnefer no respondió al reclamo de su mujer. Ésta se aproximó con paso lento y, en un gesto cariñoso, acarició el cabello de su esposo. Unnefer emitió un sonido de placer ante el arrumaco. Sin embargo, su mirada seguía fija en el cielo y su rostro mostraba una paz y una quietud que sorprendió a la mujer. —Ha llegado mi momento —sentenció con un susurro. —¿Tu... momento? —Aset arqueó la ceja. —Tengo que partir... mi tiempo se agota. —Unnefer ladeó la cabeza y la miró triste. Pese a eso, se podía percibir un brillo especial en sus ojos. Aset parpadeó. No llegaba a comprender sus palabras. Su marido sonrió de forma dulce y la cogió de la mano para sentarla sobre sus piernas. Con el rostro conmovido, como si fuera el último instante que iba a pasar al lado de su mujer, se preparó para revelarle un mensaje póstumo. —Debes ocuparte de Hor, ya está preparado para recuperar el trono de su padre. Es un joven fuerte, sabio y hermoso como su madre. Prométeme que estarás a su lado en todo momento. Su lucha contra su tío será sangrienta y necesitará de todo tu poder. Aún tenemos aliados en Khem: reúnelos y preséntales a tu hijo. Sé que Hor saldrá vencedor. Aset comenzó a llorar, recordando las palabras del escriba Dyehuty. Su esposo tenía un destino que cumplir. Unnefer percibió el dolor que afligía a su esposa. —No llores, mujer. Mira —dijo extendiendo el brazo, señalándole un hermoso cielo estrellado. En concreto, la constelación de Orión—, ¿ves aquella estrella? Allí me dirijo, gracias a ti. Tu poder me resucitó, pero tu amor me convirtió en otro ser, un ser con un propósito, con un papel más grande que el simple hecho de gobernar. Aset, he sido escogido por los dioses para acompañar a las almas que mueren a cruzar al otro lado. Aset se sobresaltó. —¿El otro lado? —preguntó, confundida. Miró de nuevo las estrellas, tratando de entender. —La otra vida, Aset, la morada de los dioses, un lugar de paz y felicidad. Un paraíso donde crece el trigo en abundancia y donde corre un río de agua incesante. Allí te esperaré. Aset asintió casi imperceptiblemente, pero su rostro reflejaba la inmensa tristeza que inundaba su corazón al comprender las palabras de su esposo como una despedida. Unnefer entendió los sentimientos que afligían a su amada. —No te preocupes, amor mío, pronto nos reuniremos para toda la eternidad —dijo con voz suave, dando la impresión de que la brisa de aquella noche y ésta se fundieran, convirtiéndose en la misma esencia. Le acarició el hombro y volvió a señalar el firmamento —. ¿Ves esa estrella que hay al lado? Es tu estrella, Aset. Los hombres venideros mirarán el cielo y nos recordarán con el paso del tiempo. Aset se quedó ensimismada observando la noche oscura y contempló un millón de puntos luminosos parpadeando en el firmamento, colocados de forma que algunos de ellos creaban extrañas figuras. Guardó silencio por unos segundos, observando el vasto manto estrellado que se presentaba ante sus ojos, comprendiendo que las palabras de su marido revelaban un destino para ellos más amplio de lo que nunca logró imaginar. —Entremos en la casa, es tarde. Vayamos a dormir —sugirió Unnefer. Los dos caminaron hasta la entrada de la casa. De repente, el antiguo faraón cogió de la mano a su esposa y la atrajo hacia él abrazándola con fuerza. —Quiero que sepas que he sido un hombre muy dichoso. Te he amado y me he sentido correspondido. Siempre te amaré. Aset asintió contemplando los ojos de su esposo. La mujer sollozó en una extraña mezcla de tristeza y felicidad.—Quiero pedirte una última cosa. Enseña a Inpu tu sabiduría. Sé que es hijo de Nebet-Het, pero por sus venas fluye mi sangre y ten a buen seguro que ayudará a nuestro hijo a recuperar Khem. Aset le dio un beso en los labios, costumbre que habían tomado de sus vecinos, y afirmó con la cabeza. Cuando el dios Sol ofreció sus primeros rayos, Aset halló el cuerpo de Unnefer sin vida. La mejor y la más dulce de las muertes, expirando mientras descansaba, partiendo en la barca solar hacia el destino que los propios dioses habían reservado para él. Con sus hijos, Aset regresó a Khem portando el cuerpo momificado de Unnefer. Tal como había profetizado su marido, el hijo de ambos derrocó, con la ayuda de Inpu y un ejército de seguidores de Unnefer, a su maligno tío. El joven Hor fue nombrado nuevo faraón. Bajo su reinado, la tierra negra de Khem recuperó su esplendor, olvidando la época de caos del mandato de Seth, hasta convertirse en la civilización más poderosa de su tiempo. Unnefer fue enterrado con todos los honores y su pueblo lloró por su antiguo rey durante largo tiempo. No obstante, nunca se supo de la ubicación real de sus restos mortales por expreso deseo de Aset. Hor ordenó construir dos pirámides más al lado de la Gran Pirámide, una en deferencia a su madre y otra más pequeña para él. Valiéndose del relato de su madre sobre la última conversación con su progenitor, dispuso la posición de ambas pirámides con la alineación de las estrellas que había señalado el gran Unnefer, como un reflejo terrenal de aquellos astros. Cuando Aset falleció, su hijo la enterró al lado de su padre. Con el paso de los siglos, la historia de Unnefer fue conocida en todos los rincones de la tierra de Khem, convirtiéndose en el dios del ultramundo, aquel que los ayudaría a penetrar en el Duat y alcanzar el cielo celeste de Ra. La gratitud y el amor de sus súbditos convirtió el relato en un mito, y el mito en una leyenda, una leyenda que perduraría hasta nuestros tiempos. Ahora, 11.000 años después, la historia amenaza con repetirse.


Video promocional del libro El Legado de Osiris

Video promocional para abrir boca y descubrir que se esconde tras El Legado de Osiris.

domingo, 7 de junio de 2009

PRESENTACIÓN DEL LEGADO DE OSIRIS

En la presentación, participaron, junto al autor, Aranzazu Sumalla y Josep Solé. Día 19 de mayo a las 20 horas en la Librería Petit Parcir (C/ Carrasco i Formiguera, 16. Manresa)

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En la imagen inferior, una instantánea de la presentación del libro. De izquierda a derecha: la editora Aránzazu Sumalla, Carlos Sanmiguel y Josep Solé.


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jueves, 4 de junio de 2009

El Legado de Osiris

El legado de Osiris
Carlos Sanmiguel

EL LEGADO DE OSIRIS
Carlos Sanmiguel
A la venta en El Corte Inglés
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SINOPSIS:
Marc Beltrán no cree ya en casi nada, y mucho menos en la vida ultraterrena. Sobre todo después de que un año antes un absurdo accidente automovilístico acabase con la vida de Silvia, su mujer. Sin embargo, últimamente, su desesperanzada incredulidad se está tambaleando. De vez en cuando, y en pleno día, cree ver a su esposa en medio de la calle. Y peor aún, parece como si quisiera decirle algo. ¿Tendrá eso algo que ver con la extraña investigación que Silvia estaba llevando a cabo cuando le sorprendió la muerte?Con El legado de Osiris, Carlos Sanmiguel recupera el mito de la resurrección del alma en el Antiguo Egipto y lo convierte en una rompedora historia de misterio sobre la pervivencia de un dios que parece habitar entre nosotros. Una aventura en la que sus protagonistas se verán obligados a luchar, por encima de todo, para salvar su alma.